creer o re(in)ventar
martes, 21 de febrero de 2012
domingo, 19 de febrero de 2012
martes, 24 de enero de 2012
domingo, 1 de enero de 2012
viernes, 30 de diciembre de 2011
miércoles, 28 de diciembre de 2011
La gran revolución de Internet es la socialización de bienes culturales, la única opción de MILLONES para acceder a ellos.
Estoy a favor de la descarga gratuita de música, libros, películas, fotos, etc.
Los únicos que pierden alguito de su millonario negocio son las discográficas, las grandes editoriales, a lo sumo, un puñadito de artistas o sus herederos.
Recuerdo una propaganda que me revolvía la sangre: se veía en el centro de la pantalla de tv. una montaña? una pira? un cuerpo maniatado y amordazado al estilo centro clandestino de detención? No!!! Era Mercedes Sosa prestando su humanidad en contra de la piratería musical.
Eso sí, que alguien le ponga un parche en la boca a esta "escritora"
Estoy a favor de la descarga gratuita de música, libros, películas, fotos, etc.
Los únicos que pierden alguito de su millonario negocio son las discográficas, las grandes editoriales, a lo sumo, un puñadito de artistas o sus herederos.
Recuerdo una propaganda que me revolvía la sangre: se veía en el centro de la pantalla de tv. una montaña? una pira? un cuerpo maniatado y amordazado al estilo centro clandestino de detención? No!!! Era Mercedes Sosa prestando su humanidad en contra de la piratería musical.
Eso sí, que alguien le ponga un parche en la boca a esta "escritora"
martes, 27 de diciembre de 2011
martes, 29 de noviembre de 2011
Alguien cría un chancho del otro lado de la medianera que da a mi habitación, detrás de la pared donde está mi biblioteca (vaya frontera…).
Después de haber estado escuchando esa especie de ronquido sobrehumano inidentificable desde hace noches, a esta altura, estoy casi segura de que es porcino. Lo más extraño es que en la casa lindera, el espacio donde mora el porco también es una habitación.
Me impresiona pensar que podemos estar enfrentados cara a cara pared de por medio el cerdo y yo, sólo separados por mi colección del Diario de poesía y unos cuantos ladrillos, me quita el sueño.
martes, 4 de octubre de 2011
Patético II
"El Alberto" todo de blanco, él y el fondo níveos, sonriente como quien charla con amigos mientras el asado gotea en la parrilla, promete luz divina e internet gratis para todos los argentinos.
http://www.espejitosdecolores.oh!.ar/
http://www.espejitosdecolores.oh!.ar/
lunes, 3 de octubre de 2011
Patético I
Ricardo Alfonsín en las propagandas electoraes en tv gritando inconsistencias como un sacado, intentando borrar a puro chorro de transpiración impostada, la debilidad, el aura blandengue de los presidentes radicales.
Cada vez que lo veo pienso que va a implosionar en cámara.
Cada vez que lo veo pienso que va a implosionar en cámara.
domingo, 4 de septiembre de 2011
Levanté del piso y aplasté entre los dedos algo que creí era el papel de una de mis colillas desarmadas (mi abono) pero, no:
Sentí húmedo entre los dedos, una humedad orgánica que comprendí de inmediato con un leve sobresalto, un asco suave subiendo. Era una polilla muerta hace poco, estoy casi segura. Es que no pude mirar.
La red
A las ocho de la mañana de un lunes cerca de fin de año, en Alem y Corrientes, arando porque era tarde, en blanco y negro como el color de estar yendo a trabajar por dos mangos, todavía con el pelo húmedo a pesar del largo viaje desde casa, en medio del ruido, los bocinazos, la humedad, el calor, la galleta automovilística y humana, lo escuché.
No entiendo cómo lo escuché porque para ese escenario superpoblado y confuso estaba lejos, muy lejos –yo, en la esquina opuesta en diagonal a donde él estaba, unos 20 metros. Será que todo se silenció por una fracción de segundo para que mis orejas de dumbo y algún otro sentido, de esos que usamos muy poco y sin querer, hicieran que me detuviera de golpe y empezara a girar la cabeza como un radar para detectar de dónde venían los quejidos caninos. Hubiera tardado más de no haber sido por esas pocas personas amuchadas y mirando hacia abajo en la esquina del correo central, a la salida del subte B.
Crucé y lo ví, protegido –aunque el término resulte siniestro- por las sucias y monumentales paredes del edificio ¡donde trabajó Martinez Estrada 33 años! pensé en una ráfaga fugaz que me cruzó cuando levanté la vista y recorrí (hasta quedar con la nuca arqueada al máximo) el granito ennegrecido por el smog, antes de volver a dirigirme al suelo, al perro casi naranja, cola de zorro y mantito negro en el lomo, que no paraba de llorar. Alguien contó que lo acababan de sacar del medio de la calle, que recién lo habían atropellado, que no tenía sangre a la vista.
Mi clase empezaba en diez minutos y mi alumna esperaba. Hice entonces uso de la reserva de hipocresía que todos guardamos para ocasiones como estas, donde es necesario mirar para otro lado, y me fui. Cuando llegué a la empresa, me avisaron que la ingeniera estaba enferma y se había tomado el día. La perfección existe, pensé. Las clases con la señora eran insoportables, dos horas de perder el tiempo y hablar pelotudeces, en realidad, la que hablaba era ella, en un portuñol molesto que no abandonaría nunca porque no tenía interés. Y como clase cancelada sobre la hora es clase cobrada, no me dieron las piernas para salir del edificio en Catalinas Norte y caminar las cuatro cuadras que me separaban de CéCé, del Correo Central, del mejor perro que tuve.
En cuanto llegué me acerqué y, con miedo, le acaricié despacio la cabeza: el contacto con mi mano hizo que dejara de quejarse casi de inmediato sellando un pacto en silencio, como algunos otros, pocos, en la vida. Me relajé y con la única otra persona que disponía de un rato -era horario de entrada a oficinas y ministerios, la gente no podía quedarse mucho tiempo- comenzamos a pensar cómo llevar al perro a un veterinario. Los transeuntes descendientes de la loba romana que circulaban por ahí y se detenían unos minutos antes de seguir viaje comenzaron a mandarnos información desde las oficinas a los celulares, a nosotras, que estábamos in situ. No había lugares públicos para llevarlo, olvidáte del Pasteur o de Mapa, nada de nada. No me sorprendió. Alguien mandó un mensaje de texto diciendo que en algunas veterinarias de Capital atienden (tienen que) gratis a un animal accidentado y sin dueño. Había una en Plaza Las Heras. Sin mucha confianza en disposiciones o leyes, al menos, era algo. En eso aparecieron unos 4 o 5 de la Guardia Urbana , con una trafic Renault 0 km que estacionaron a unos metros y pensé que los mandaba San Roque.
Tras unos minutos de pedirle, por no decir rogarle, al ridículo ñoqui enfundado en su pechera fluo que comandaba la patrulla que me llevara a la veterinaria con el perro de la calle, porteño y merecedor de sus servicios, la estúpida, inexplicable negativa del joven guardia, me hizo enojar. Un policía se acercó porque mi tono era elevado, o rojo, no sé como lo habrá visto y a pesar de que pensé para mí: ah, no, ¿también un cana?, el de la federal habría de quedar para siempre en mi memoria como la excepción que confirma la regla. El tipo primero me calmó - y eso no es fácil- y fue ejecutivo: metió la mano en el bolsillo pelando 10 mangos para un taxi (sí, no hay error), se le sumó una señora mayor de los tantísimos que pasaron y se quedaron, al menos, unos segundo viendo si podían hacer algo, y ella puso otro tanto, y así un par más. Necesitábamos algo rígido donde acostarlo para trasladarlo. Y como cuando era niña -en esos momentos importantísimos y urgentes del juego en que tenía que encontrar con sólo girar la cabeza algo que necesitaba y no tenía, algo que debía estar en el reducido espacio que me rodeaba y estaba- pero ahora en plena city, lejos de la infancia ... antes de barrer 180 grados con la mirada, apoyada contra el semáforo de la esquina, ahí nomás atravesando la calle, estaba la tabla salvadora, increíble, perfecta, liviana, resistente, una cuna de oro para Cecé en medio de la ciudad rabiosa y al horno.
Lo que siguió fue cosa de minutos, él cana paró un taxi y ¿quién podría habérsele negado?, lo subimos a esa tabla yde aquí en más, solos el perro y yo, nos sentamos en el auto con aire acondicionado y pasamos a otro estado, casi otra realidad, (la mañana boca arriba). Él no emitía ni un quejido y parecía agradecido por el fresco del aire acondicionado, por dejar atrás el lugar del accidente, y hasta en apariencia, el dolor.
Yo, para sostener un optimismo imprescindible en estos casos y un poco para no pensar en la que me había metido, miré al perro vagabundo ahora a mi cargo rumbo a barrio norte y pensé en Mark Twain, en su príncipe y mendigo.
El pichicho tenía los ojos abiertos, estaba relajado y parecía sedado, hipnotizado por el fresco y la comodidad pero no se movía, y eso, tratándose de un perro recién atropellado, envolvía una incógnita mayúscula.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)